El fútbol en Londres

Ganó Nadal en París y España entera se levantó a aplaudir. Como siempre en estos casos, y aun estando lejos, me molestó el ruido. Más de una vez he intentado sumarme a estos entusiasmos colectivos. Conseguir al menos que me fueran indiferentes. Sin ningún resultado hasta ahora, que he dejado de intentarlo. Esos días de calor en los que todos saben de aces, de córners y de boxes, cuando la simpatía y el interés han dejado de ser facultativos. Ese lunes de trabajo en el que todos sonríen y la gesta del domingo es comentario obligado. El almuerzo en que el indiferente es sospechoso de autismo. En que la pasión por el héroe es muleta del tímido, limpieza de sangre del forastero.

Esta vez fue con el tenis, y lo ha sido antes con las bicis, los coches, las motos, aquel Juan Mühlegg y el baloncesto. Pero su cénit es siempre, la nación toda y el fútbol todos, la selección nacional. Como muchos domingos de liga, el domingo fui al campo del Rapid de Bucarest. Jugaba Rumanía contra Bosnia, y acostumbrado al granate de siempre quería saber cómo daba el estadio en tonos rojos, azules y amarillos. Daba bien, con el césped verdísimo y la noche clara de verano. Pero la masa me pareció amorfa, sin carácter ni personalidad. Un agregado forzado sin referentes comunes, sin amor por los mismos jugadores y ni una sola canción que corear como himno. Noventa minutos y la sola letanía de Rumanía, Rumanía. ¡Cuánto eché en falta los himnos familiares y tabernarios de cuando Giulesti es granate!

En el fútbol de selecciones y en estos entusiasmos unánimes pasa lo que en todas las reuniones indiscriminadas. Para que todos puedan beber -un poco- se aguan el vino, las bromas y las conversaciones. El resultado es inofensivo para todos, pero sólo satisface a quien no necesita intensidad.

Un domingo por la tarde, hacia el final de la liga. Giulesti es granate y el sol baña en oro el estadio. Antes la lluvia ha limpiado el ambiente. La definición de los colores es fortísima y el paisaje nos parece nuevo. El equipo es cuarto y no se juega nada. Están aquí los que han estado siempre, los que siempre han querido estar. Saben sus canciones, sus grandezas y sus miserias. No anhelan portadas porque disfrutan de lo que son y les basta. Cada año, no importa el resultado, la temporada se cierra con las bufandas al viento y un himno orgulloso. A nadie fuera del campo le importa demasiado qué ha pasado en Giulesti, un placer privado que no necesita amplificarse ni molestar a nadie.

Por eso ha de ser maravilloso el fútbol en el Londres de los catorce equipos. Un sábado a las cuatro gritar un gol en el campo del Tottenham Hotspur. Y que a nadie le importe en Trafalgar Square.

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Una estampa del subdesarrollo

La otra tarde fui a comprar para cenar al Carrefour de la plaza de la Unión. A la salida del McDonalds, frente a la puerta del Zara, cuatro niños gitanos corrían alborozados ante la mirada extrañada de los transeúntes. Después de observarlos un rato supe qué pasaba. Le acababan de robar una bolsa del McDonalds llena de restos de comida a una anciana que mendigaba tirada sobre la acera.

Un policía que pasaba por allí había visto la escena desde las escaleras del Zara. Era un cincuentón corpulento y tranquilo, con cara de pan y aspecto de hombre corriente. Estaría a punto de acabar su guardia y quizá fuera como yo al Carrefour a comprar tomates. Como aún estaba de servicio se vio obligado a intervenir. O a decir algo, más exactamente. «Devolvedle la bolsa», les dijo sin énfasis un par de veces. A pocos metros la mujer se lamentaba, la joroba mirando al cielo y los ojos al suelo. «Tengo hambre, tengo hambre».  Los niños lo oían, pero también tenían hambre y el sollozo desesperado de la anciana animaba aún más su excitación. El policía también lo oía, y no sabía muy bien qué hacer.

Por un momento pensó en quitarles la bolsa, pero los niños eran más ágiles y tenían más entusiasmo. No habría tenido ninguna opción, y al cabo no era un robo normal, pues el objeto del hurto había sido obtenido mediante una actividad irregular -la mendicidad. Era ya tarde, y aún debía comprar los tomates. Lo miré. Se quedó pensando un momento mientras los niños desplegaban la bolsa en el suelo y la atacaban entre gritos con impulso animal. «¡Que Dios os castigue!», les gritó por compromiso, como quien dice hola al vecino en el ascensor. La maldición avivó el regocijo de los chicos, que repetían burlones la frase bien seguros de su nulo efecto.

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El periódico en la terraza de las flores

El jueves un empresario rumano compró en la subasta de París manuscritos de Emil Cioran y los donó al Estado rumano. En el café desde el que escribo me encuentro con un conocido español. Cínico y cierto dice que sabe de buena tinta que está pagando favores, o impuestos. Ayer viernes escribí de la compra y la donación para EFE con gran ilusión. Hasta que no se demuestre que el gesto es una operación de tráfico de influencias prefiero creer en la buena fe del empresario.

Con el optimismo de haber contado la historia de un éxito me fui a inaugurar la temporada de la terraza de las flores. En un kiosko de la calle Mosilor compré los periódicos y me desvié a la derecha para tomar la calle Maiorescu. Es una de esas vías sosegadas del Bucarest secundario. Paralela a la avenida principal, a muy pocos metros del ajetreo del mercado de Obor y del tráfico violento de Mosilor, tiene cualquier día laborable la paz de la ciudad en Domingo de Pascua. Las vías del Bucarest secundario tienen un carril menos y menos coches aparcados en la acera. Tienen árboles, perros perezosos y casas con patio. Dacias viejos abandonados y niños que juegan a pelota.

Al final de la calle Maiorescu, en una esquina detrás de una valla roja, está la terraza de las flores. Como las calles del Bucarest secundario, los hombres que van a la terraza están siempre de Domingo de Pascua. Comen carne asada y patatas fritas y beben vino y cerveza barata. Las camareras son jóvenes y eficientes. Visten vaqueros y camiseta ajustada. Sirven rápido, con la simpatía justa. Alguna de las camareras es también dueña, pero todas trabajan como si el negocio fuera suyo. Cada año en abril, cuando abren la temporada, veo en ellas la pujanza y la frescura de la mejor juventud.

El viernes no hacía sol, lloviznaba y la terraza de las flores estaba vacía. Me senté en una de las mesas de madera y pedí una longaniza, patatas fritas y una cerveza. Comí con gusto y apuré la jarra. Pedí un café y desplegué sobre la mesa Romania Libera. En la primera página un artículo de Cristian Câmpeanu. Quizá el único periodista liberal de Rumanía. Defendía el derecho a la inmoralidad de dos televisiones privadas de noticias. Criticaba la existencia del Consejo Nacional Audiovisual y a quienes pedían el cierre de estos dos instrumentos de propaganda al servicio de los intereses de sus dos propietarios. Esta semana, después del asesinato de un rumano y otros doce funcionarios de la ONU a manos de islamistas afganos que protestaban por la quema de un Corán en América, dos periódicos bucarestinos responsabilizaban del crimen al pastor pirómano que prendió fuego al libro. Câmpeanu fue el único periodista rumano en denunciar la inmoralidad de este juicio en una impecable defensa de la libertad de expresión y de la capacidad de raciocinio de los musulmanes.

Lloviznaba bajo los toldos y hacía un frescor agradable. Después de Câmpeanu venía un suelto sobre unas declaraciones del ex-presidente Ion Iliescu. Iliescu calienta la Guerra Fría, rezaba el título. Defendía Iliescu, con aplastante lógica de poscomunista pragmático, el equilibrio de fuerzas que garantizaba la URSS. Su caída habría llevado al poder ilimitado de Estados Unidos, a la primacía del «Estado mínimo» en todo el mundo, a una libertad de mercado tan indeseable como su sustitución por la voluntad del Estado comunista. La URSS, concluía Iliescu, había sido un socio de Occidente y no un enemigo. Quizá sí un aliado de Occidente pero también un verdugo de sus ciudadanos.

En la página de opinión Norman Manea escribía uno de sus eternos sermones preocupados sobre «las sombras revolucionarias» y debajo el editor ejecutivo del New York Times defendía la objetividad y desechaba al Michael Moore de derechas James O’Keefe en la misma papelera que a Julian Assange. Pagué la cuenta, doblé el periódico y volví a la actividad y al centro bajo una débil lluvia, en la placidez del Bucarest secundario.

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Petrescu selectioner cu imprumut de la Reiffeisen

Federația Română de Fotbal îl menține în post pe Răzvan Lucescu. După doi ani fără niciun rezultat și niciun semn de speranță, indulgența față de Răzvan Lucescu ne face să ne dorim un Gigi Becali în fruntea Federației. Înainte de Comitetul Executiv de joi un ziar central scria că oficialii Federatiei căutau pentru Răzvan Lucescu o ieșire care să nu-l deranjeze pe Mircea Lucescu. Presupusa dorință de a nu intra în conflict cu un simbol ca antrenorul Șahtiorului mi se pare singura explicație plauzibilă la continuitatea în post a lui Lucescu junior.

Doi ani a avut fostul tehnician al Brașovului la dispoziție să construiască o echipă solidă și performantă. Eliminarea prematură din preliminariile Cupei Mondiale 2010 i-a dat un timp prețios fără presiune, în care selectionerul s-a concentrat mai mult să se apere de atacuri publice și să nu se facă de râs decât să construiască un lot eficace, unit și ambițios cu vizorul la calificarea pentru Campionatul European de anul viitor. Răzvan Lucescu a ratat momentele de liniște pentru a-și câștiga încredere, transmițând jucătorilor anxietatea debutantului dominat de frică. România s-a prezentat la meciurile decisive fără niciun plan, doar cu dubii, fără mecanisme de joc lucrate de-a lungul unui timp de care Lucescu junior a dispus și care face diferența pentru echipele bine construite. La meciurile cruciale ca cel din Bosnia s-a mers cu aceeasi debusolare și tot fără niciun spirit câștigător, cu eternul “un egal merge” care poate folosește pentru a vinde mașini scumpe cuplurilor de proaspăt căsătoriți din clasa medie, dar în niciun caz pentru a construi o echipă de elită.

Au fost doi ani fără nicio realizare și fără niciun progres, de atmosferă sumbră și înfricoșată de vechea babă comunistă. În loc să profite de momentul suspendării Bosniei ca să aducă un nou selecționer pentru a trage mai sigur ultimul cartuș, Federația îl confirmă pe Lucescu, condamnând Naționala la apatie si lipsă de progres.

Deposedată de dragul – și banul – lui Ursus de culoarea galbenă care a identificat-o în lume, obosită, complexată și plină de temeri, România umblă fără rost pe terenurile Europei. Îmbracată în roșul Spaniei, România are în Bosnia un adversar invincibil, iar o înfrângere 2-0 la Paris este un rezultat de salutat.

Cel mai bine ar fi poate să implicăm un alt sponsor al naționalei, Raiffeisen. Nu doar că așa ne întoarcem la galben. Pentru un împrumut ca să-l aducem pe Dan Petrescu de la ruși. Avem nevoie de un muncitor calificat serios, fie el și antipatic.

(Publicado en http://www.prosport.ro el 8 de abril de 2011)

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Despre atmosfera din Ghencea

Prosport.ro scria joi, după meciul Steaua – Liverpool, că 17.000 de suporteri stelişti au sfidat ploaia şi vântul pentru a crea pe Ghencea o “atmosferă incendiară”.

Am urmărit meciul pe ProTV, şi în nicio fază nu am avut impresia că s-a creat pe stadion o “atmosferă incendiară”.

În primul rând, stadionul nu era plin, chiar dacă venea una dintre marile echipe europene şi Steaua putea obţine calificarea în primăvara europeană. Ploua, era frig şi bătea vântul, dar nu cumva e aceasta vremea normală pentru un început de decembrie în România?

În competiţiile europene, o atmosferă ostilă – infernală, aşa cum le place suporterilor să scrie în bannere – este un capital important pentru echipe mai modeste şi sărace când primesc pe stadionul propriu potentele continentului. Aşa se întâmplă în Grecia, Turcia sau în ţările din fosta Iugoslavie.

Jucătorii locali intră pe teren cu o “viteză” în plus, insuflată din tribune. Oaspeţii simt în fiecare aut flacăra tribunei încinse, iar portarii mai puţin experiementaţi petrec cele 90 de minute cu un ochi la minge şi o ureche la gălăgia care îi vine din spate.

Stelei de joi i-a lipsit un pic de tărie şi energie pentru a concretiza dominarea jocului. O adevărată atmosferă incendiară ar fi ajutat-o să aibă acest plus de intensitate, care, după ce am vazut ce s-a întâmplat pe teren, i-ar fi putut aduce victoria şi automat calificarea.

Când s-a terminat meciul, am intrat pe Youtube şi m-am uitat la nişte video-uri de la Steaua – Valencia din 2005. În nişte condiţii meteorologice nu mult mai bune ca aseară, un Ghencea plin, razboinic şi gălăgios a împins Steaua spre glorie.

Sigur că echipa arăta altfel, că de atunci suporterii au avut de suportat cinci ani sub o conducere delirantă. Dar caracterele se afirmă în marile seri, în care suporterii îşi arată comuniunea dintre ei şi îşi respectă tradiţia – desigur mitificată. Asta nu are nimic de a face cu persoanele care sunt în fruntea clubului în momentul de faţă.

(Publicado en http://www.prosport.ro el 3 de diciembre de 2010)

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La plaza de la universidad

La fuente en el centro de la plaza refresca las mañanas tórridas de después de mayo. En los bancos y sobre la pared de mármol de la fuente descansan piernas jóvenes prietas y tersas. Un fino polvo de agua moja agradablemente las espaldas y los brazos desnudos. Faldas y pantalones cortos. Gafas de sol, encuentros de estudiantes y reposo de perros y vagabundos. Sobre la acera hay dos puestos de flores y uno de periódicos, la horterada del casino y sus dos coches caros expuestos a la puerta. Las viejas facultades de letras y arquitectura a un lado y al otro degradados bloques grisáceos, detrás de los cables. Allende el bulevar el Teatro Nacional y la espléndida columna marfil que es el hotel Intercontinental. Antes del hotel y el teatro, sobre el asfalto ardiente, el tráfico agresivo mantiene encendido el pulso de Bucarest. Lejos de alterar la placidez de la plaza redobla la sensación de estar en un oasis. Un remanso de serenidad lleno de vida que permite asistir bien resguardado al espectáculo frenético de la ciudad.

Todo invita a despejarse y disfrutar en la plaza de la universidad. Los bancos, el jardincito, las aceras, las paredes, la misma fuente. Nada es demasiado bonito, nada está demasiado arreglado ni demasiado limpio, y sin embargo todo mantiene cierto tono.

Ayuda saber que han pasado aquí las cosas más bonitas de la vida pública de la Rumanía democrática. Aquí participaron muchos bucarestinos en la Revolución que liberó al país del comunismo. Un año más tarde, miles de estudiantes se congregaron durante semanas a los pies del Intercontinental para pedir más democracia, más Occidente y más libertad al autoritario e inmovilista Ion Iliescu. Frente a la fuente de la plaza, cientos de seguidores del Steaua festejaron en 2006 la clasificación del equipo para semifinales de la UEFA. Un año después, el presidente reformista Traian Basescu y sus seguidores celebraron delante del Teatro Nacional su abrumadora victoria en el referéndum para cesarle que un Parlamento atacado por su impulso a la lucha anticorrupción había forzado contra toda razón. Yo estuve allí aquella noche de calor pegajoso y vi a los hombres sonreírse y abrazarse, esperanzados con una causa política como no lo he vuelto a ver en Rumanía desde entonces, como estuve dos años más tarde en las concentraciones de apoyo a los estudiantes que pedían democracia y libertad en Moldavia organizadas por varias decenas de jóvenes bucarestinos.

En 1989 y a principios de los 90 la represión de las fuerzas de Ceausescu primero y después de Iliescu sembró la plaza de terror y muerte. Una placa de mármol colocada en una esquina de la facultad de Arquitectura honra la memoria de los caídos: «Aquí se ha muerto por la libertad». Pocas veces se ha visto un epitafio más simple, puro, justo, bello y exacto.

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S-a intors Hagi acasa

S-a întors acasă Gheorghe Hagi. S-a întors la Constanța, să lucreze la școala lui de fotbal în liniștea și rigoarea care îi sunt caracteristice. S-a întors acasă Gheorghe Hagi, discret, elegant și cu capul sus. Într-un interviu în presa din Turcia a expus clar și contondent motivele plecării și concluziile ultimei lui aventuri otomane. Hagi a explicat că Galata îl dorea numai până la sfârșitul sezonului, iar el a refuzat, cu demnitate și bun simț, să continue într-un loc unde nu credeau în el decat ca o plasture. Evitând orice fel de victimizare, a avut cuvinte frumoase pentru președintele clubului și și-a exprimat disconfortul față de presa locală. Și-a apărat munca facută și transferurile realizate, cărora le-a făcut viața mai ușoară la Istanbul o dată cu ieșirea sa domnească.

Hagi s-a întors acasă și a raspuns cu inteligență la întrebări despre viitorul lui și despre o posibilă întoarcere la națională. Primul loc unde l-am vazut n-a fost vreun un bal, ci cu copii la Cupa Danone. Tot în fotbal o să mă vedeți, le-a spus ziariștilor. Tot în fotbal o să îl vedem, pentru că fotbalul este viața lui, pasiunea lui, munca lui, iar prin fotbal s-a realizat și i-a fost de folos țării lui.

Discreția și corectitudinea lui Hagi le par multora o atitudine de țăran prostuț. Eu mă bucur să-i văd educația și măsura într-o lume plină de șmecheri.

Nu știu dacă Hagi este sau va fi un antrenor bun, dar sunt convins că din munca lui și a oamenilor lui la Academia din Constanța vor ieși mulți dintre jucătorii naționalei viitorului. S-a întors acasa Gheorghe Hagi, că mai are mult de dat României.

(Publicado en http://www.prosport.ro el 5 de abril de 2011)

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Remember Lia Manoliu

Stirile apărute în ultimele zile despre banii alocați noului Stadion Național mi-au adus aminte o veche frustrare personală. În iulie 2007 s-a terminat bursa mea Erasmus în București, și cu ea prima mea etapă românească. M-am întors în Spania până la revenirea aici în 2009, fără să asist la niciun meci și fără să vizitez un stadion excepțional care era pe cale de dispariție, bătranul “Lia Manoliu”.

În acea primăvară din 2007 alergam în fiecare seară pe vechea pistă de tartan plină de găuri din complexul sportiv “Lia Manoliu”. Când se însera, obosit și implinit după exerciții, mereu alături de prietenul, maestrul și antrenorul meu de atunci Constantino Navarro, treceam pe sub silueta impozantă a stadionului. De fiecare dată îi lăudam frumusețea și originalitatea, regretând dărâmrea deja anunțată.

Ca un condamnat la moarte cu data execuției fixată, colosul de beton gri părea să se stingă între copacii mândri de aspectul lui aristocratic de veche arenă romană. Deschis, aerisit, de o eleganță aparte și o delicioasă orizontalitate feminină. Nu avea nevoie miticul Lia Manoliu de agresivitatea verticală a stadioanelor obișnuite pentru a impresiona. Maiestuos fără nevoia de a fi intimidant. Nobil, armonios și pur, la maniera sportivă sovietică.

Din afară, cei patru stâlpi ai nocturnei se desenau contra cerului senin de primavară deja închis. Turnurile care în orice altă construcție ar fi părut ortopedice și deplasate îi erau un alt semn de distincție, un brevet de onestitate a unui corp splendid și fără pretenții care nu-și ascundea organele.

Multe seri, când ajungeam acasă târziu de la alergat, intram pe Internet și contemplam interiorul cu o melodie a celor de la The Cure. În poze, îi admiram cele peste 50.000 de scaune în culorile naționale, un covor viu și colorat care se întindea de la vârfurile verzi ale copacilor până la pista de atletism. Și încrustată în covor, magnifică Tribuna Zero, prezidând întreaga scenă cu arhitectura sa simplă, albă și amabilă de comună portugheză.

(Publicado en http://www.prosport.ro el 4 de marzo de 2011)

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Cum trebuie mers in Bosnia

Trebuie mers în Bosnia cu capul sus și mult orgoliu, cu aroganța și aplombul superiorității absolute. Istorică, de tradiție, dacă nu fotbalistică. Trebuie mers în Bosnia ca o putere regionala care negociază cu un stat vecin mai mic, ca un cetățean american care călătorește prin lume, ca steliștii când se duc în Giulești. “Ce-i cu voi?”, scria în banner-ul stelist din ultimul derby în Giulești. Ce-i cu voi? Cine sunteți să ne bateți, să ne puneți în dificultate, chiar. Avem un moment prost, dar suntem România. Lumea ne-a admirat și s-a temut de noi, chiar dacă a plouat mult de atunci. Pe voi?

Trebuie să joace Mutu din start. Să se simtă bine, fără vină, bucuros de revenirea la națională. Așa cum facem o excepție și îi permitem unui vechi prieten cu care am fost certați să fumeze în sufragerie, asa cum cheltuim banii pe trei săptămâni pentru a-l invita la un gin-tonic, pentru că am uitat de clipele proaste, nu mai sunt regrete, ne interesează doar fericirea momentului. Să se simtă Mutu important, necesar, fericit, fără nici-o pedeapsă. Să-i dăm lui steagul naționalei și să arătăm bosniecilor și lumii întregi că unul dintre cei mai buni e de-al nostru, că suntem mândri de el și că-l iubim fără dar și dacă.

Fiecare meci are logica lui, în funcție de rival și de situație. Când o echipă cu mai multă valoare nu e în formă, când e inferioară pe teren, trebuie să apeleze la istorie, la mistică, la mândrie, iar șansele ei se multiplică. Așa câștigă de multe ori echipele mari când nu merg lucrurile, sprijinindu-se pe forța istoriei, a tradiției, a prestigiului. O forță care îi permite să dea un gol în ultimul minut, care îi provoacă pe rivali să rateze un penalty. România nu poate să meargă așa în Berlin sau Brazilia, dar în Bosnia da. Pentru a conta cu această forță invizibilă jucătorii români trebuie să creadă în superioritatea lor, să iasă pe teren convinși că reprezintă ceva mai important decât rivalii. Că au dreptul natural la victorie, dincolo de cine e mai bun pe teren și alte considerente minore.

(Publicado en http://www.prosport.ro el 23 de marzo de 2011).

 

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Madrid

Me desperté y cegado por la luz vi el techo a muy pocos centímetros. Junto a la litera un extranjero con rastas se arreglaba la mochila antes de salir. Le pregunté la hora. Eran más de las diez y había perdido la cita para renovarme el DNI. Había venido a Madrid con el sólo propósito de renovarme el DNI, pero no sentí culpa. Al contrario. Una sensación de paz y satisfacción como pocos veces he tenido. Haber perdido la cita era un precio por la felicidad de la noche anterior que estaba dispuesto a pagar. Pero no sólo. Haber perdido la cita y no haber sentido culpa era una victoria personal que hacía aún más feliz la noche anterior.

La noche anterior fue la de un viernes cálido de primavera. Llegué a Madrid procedente de Bucarest y dejé la mochila en el albergue. Fui a conocer la sede la empresa que me paga y al salir me encontré con Jesús Puerta. Caminaba solo, pincho y altivo como acostumbra por una calle de Chamberí. Cambié de acera corriendo y grité su nombre. Nos dimos un ligero abrazo y me invitó a su casa. Cortó excelente jamón, chorizo, salchichón y pan y sirvió cerveza. Después espléndidas anchoas del Cantábrico. Vimos anochecer hablando en su balcón y fui a cenar a casa de Pacheco y Arantxa.

Antes de medianoche nos reencontrábamos con Jesús en Los Arcos. Se sumó Crespo, avisé a Mada. Un taxi nos llevó hasta Lagasca, donde todo fue posible aquella noche. En la puerta invitaba a pasar un enano vestido de Napoleón, según Adina que vio después una foto, de Befeater según Pacheco y de Mozart según Crespo. Apoyado en la pared fumaba un señor calvo de traje bien entrado en los cincuenta. Las gafas Ray Ban de pasta de dos colores rompían el clasicismo correcto del resto de su aspecto. Nos pusimos a fumar juntos, se nos confesó como el último franquista y nos enseñó un carnet de Hazte Oír. Se llamaba X, pero no era familia del militar. «¡Por desgracia!», me dijo con insolencia burlona. Entramos y pagó una ronda. Bebíamos y hablábamos entre risas delante de la barra, Crespo, Pacheco, Jesús, X y yo. Salíamos a fumar cada poco y conocimos mejor al enano, de nombre Eusebio. Veíamos cantar y abrazarse a un cumpleaños de adolescentes, pasar imponentes a jóvenes pijas y acodarse en la barra a caballeros dignos de la España que ganó en el 39. Y de repente una cara conocida e improbable, un empresario cántabro que conozco de Bucarest. Nos saludamos, yo eufórico por la coincidencia. Conoció a XXX y le intentó convencer de que había pasado el tiempo de la dictadura. Pacheco anunció con gran pompa la actuación del Pollito de California. Entró con su guitarra, se sentó en una silla y comió lo que le sirvió el dueño, exactamente como había anticipado Pacheco.  Se hizo sitio, cogió la guitarra y se sentó en un taburete. Delante estaba el público, X el primero, tocando con sus piernas las del pollito, repanchingado en una silla con los brazos cruzados, como quien va a disfrutar de un placer inmenso que no admite límites ni distracciones. «¡Callarsus!», gritó el Pollito. El público se rió y le hizo caso. Aclamaciones y coros seguían sus canciones flamencas. Alegría desbordada, sonrisas incontenibles, abrazos exaltados de fraternidad. El Pollito acabó y recogió. Alguien, Pacheco o Crespo, le preguntó de qué parte de California. De California. Pero de qué parte. Ah, ah, de, de San José. Y Jesús Puerta nos hizo cambiar de bar para que no se apagara la magia y todo siguiera siendo posible. Mientras esperábamos el taxi nos quisimos llevar a X, pero fue imposible. Hace tiempo, cuando era cliente habitual, solía dormirse encima del piano. Un día le echaron de mala manera y desde entonces no le dejan entrar. Esperábamos el taxi y X hablaba de Dios y de la vida. Convicciones profundas y confesiones muy duras, de gracia dramática y profunda infelicidad.

Otro taxi nos dejó en el segundo bar. Nos compramos de beber y buscamos lugar al lado del pianista. Delante de nosotros se extendía la madera noble del piano, los costados ocupados por las brazos y las copas de los clientes. Hombres y mujeres de 50, 60, 70, bien vestidos, alegres y animados. Pedían una canción al pianista y los mejores la cantaban, al micrófono o en los coros. Cantábamos, bebíamos. Vino Mada, que se apoyó admirada junto al piano y no se movió en toda la noche. Yo estaba contento de que hubiera venido. Por verla, por que conociera esos sitios de Madrid donde muchas noches todo es posible y también por vanidad, por el orgullo de ser yo quien la hubiera llevado a esos sitios. No recuerdo el final de la noche, pero sí la sensación de plenitud en la retirada y la satisfacción de levantarme tarde y sin culpa, de la prioridad espontánea y absoluta del gozo.

El sábado por la mañana fui a ver a Pilar. Hacía años que no nos veíamos y nos pusimos al día mientras me invitaba a un opíparo desayuno de inspiración alemana. La acompañé hasta casa y nos despedimos. Me gustó mucho que me dijera que me ve menos escéptico. Solo, remonté la Calle de Toledo y caminé hasta al Retiro. Ayudé a un niño perdido a encontrar a sus padres y dejé evaporarse la resaca sobre el césped, con El Mundo del día y una botella de agua. Llamé a Crespo desde un locutorio de la calle Montera y fui a buscarle a su casa, a la que durante tres años fue mi casa en Madrid. Estaba con Jaime y bebían cerveza antes de bajar al Calderón para el derby de Madrid. Crespo me invitó a ir con ellos: tenía un pase de prensa y dos viejos petos de la Liga de Fútbol Profesional para entrar como fotógrafos. Dos horas antes del partido enfilamos el camino al estadio. Cerca del campo merendamos un bocadillo de buen jamón apoyados a un coche, nos pusimos el peto y entramos con ademán decidido por un túnel del estadio. En menos de un minuto estábamos en el césped. Detrás de la portería del fondo norte me emocioné cuando el Calderón lleno cantó aquello de «la puta pocilga». Cuando era el niño y me conmovía el fútbol fue una de las canciones estrella del Coros y danzas del Día Después del Canal +. Cuando salieron los jugadores buscamos sitio en las escaleras de general. Desde allí vimos al Calderón indignarse con Cristiano y con Mourinho. El Madrid portugués ganó por dos a uno, para discreta alegría de los tres.

A la salida del campo un colombiano nos preguntó cuánto habían quedado. Tenía ganas de hablar y Jaime le preguntó si iría al Ecuador-Colombia que se jugará en el Calderón el 26 de marzo. Le contestó que no, porque vale diez euros y no tiene dinero, y Jaime le preguntó qué le gustaría hacer «en el hipotético caso de que tuviera mucho dinero». «Viajar», dijo con aparente normalidad el hombre, un mulato grueso y alto. «Yo estuve en Japón, hace años», nos contó, y después se lanzó con lo que nos había querido decir desde el primer momento. Que él es «un ángel» «porque» es «de Barranquilla» y que se va a «convertir en buda». Junto a la puerta de Toledo cruzamos en semáforos distinto.

Al día siguiente había citado a Crespo a las diez en La Carpa para un largo domingo de cañismo madrileño, que diría Pacheco. (Ponme cuatro cañas españolas, les decía a los camareros). En la barra saludé Manolo y a Leo. Vino Garzón. Leídos los periódicos bajamos al Rastro. Paramos en cuatro o cinco bares y en un puesto de trastos viejos Crespo se compró la figura de un futbolista. Iba vestido de azul y decía a la gente que nos cruzábamos que era Raúl vestido del Schalke. Comimos con Diego y Mada y continuamos el cañismo en la taberna Angosta. Dos mujeres que si no lo son podrían ser abuelas se acordaron de habernos visto el viernes en el piano bar. Nos saludaron, nos invitamos a cañas unos a otros. Una de ellas dijo ser de San Sebastián, de un pueblo de San Sebastián. Le pregunté por el pueblo. Pasajes de San Juan. Le conté que conocí a una monja de allí y atados los cabos resultó que era familia de Dorotea y Garbiñe. Cuando hace ya diez años estuve en Pasajes con mi madre, Manolo y Jordi en comí en el restaurante del tío de esta mujer.

Un kebap en El Turquito cerró el domingo de cañismo. Me despedí de Crespo en Jacinto Benvante y caminé con Mada hasta el metro Tribunal. En los pasillos nos separamos con un abrazo. Tú a Goya, yo a Ríos Rosas. Allí me esperaban Pacheco y Arancha. Ya habían acostado a Sancho. Cansados los tres vimos un rato la tele, con esa familiaridad relajada que tengo en su casa de Santa Engracia y que siento con muy pocas personas en este mundo. Vimos Salvados juntos y me fui al hostal a coger la mochila. Desde allí caminé hasta Cibeles para coger el autobús a Barajas. Las mismas calles vacías que cuando era estudiante. Muchos de aquellos domingos tomaba cañas con Pacheco hasta las seis o las siete de la tarde. Al llegar a casa me quedaba dormido, y a las once o las doce me despertaba sin sueño y salía a la calle. Durante horas, hasta que me aburría o pensaba que podía dormir de nuevo, paseaba sin rumbo y sin prisa de Sol hasta Cibeles, por el Paseo del Prado hasta Neptuno por una acera y de vuelta por la otra. Tomaba Recoletos hasta Colón, y después emprendía el camino de vuelta por Génova o Almirante.

Exhausto y contento, con esa serenidad única que nos da el cansancio jubiloso, repasé todos los momentos de un viaje que se pareció mucho a una buena película surrealista. En la sucesión casi ilimitada de situaciones y personajes improbables, humanos, desbordados, cómicos, a veces grotescos pero tratados siempre con respeto. Son los lujos de Madrid y de haberse rodeado de personas generosas y de calidad. El resto depende de las constelaciones propicias. No las podemos crear, pero qué importante es aprovecharlas.

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